Yo viví la bomba atómica, Pedro Arrupe

Título atractivo donde los haya, pero antes leamos la sinopsis que nos ofrece este pequeño libro en su contraportada:

“La personalidad del Padre Arrupe fue muy rica y decisiva en la historia de la Compañía de Jesús y también en la de la Iglesia. Como todos los grandes hombres, ha sido controvertido en ocasiones e incluso descalificado. No obstante, su talante, cristiano hasta la médula, le ayudó a saber encajar tanto las posturas negativas como también las excesivamente aduladoras.

Estamos ante una narración sencilla que recuerda sus vivencias tras la explosión de la primera bomba atómica en Hiroshima y que convirtió en libro después de recorrer muchos países dando conferencias sobre el pueblo japonés y su situación después de la guerra mundial”.

Parece mentira: cuando ya has dejado muy atrás tu época universitaria, comienzas a vislumbrar la Historia de la Fundación y de las personas que compartieron aquellas mismas aulas en el pasado. Conocíamos allí de oídas al padre Arrupe y nada más. Caminé decenas de veces por la pasarela que consagra su nombre, aunque es más conocida por “La libélula”, y que une la Universidad de Deusto con la otra margen del río Nervión, ahí, a nada del Guggenheim. Hasta llegamos a tener la desfachatez (que no el valor irracional, al fin y al cabo) de que nuestro equipo de fútbol-sala se llamase “Aita Arruparen Semeak” (Los hijos del padre Arrupe). Por fortuna, imperó la cordura y el ánimo de que no se molestara a nadie o, lo que era quizá peor, que lo consideraran como una especie de homenaje organizado por una docena de atontados y que saliéramos en el periódico de la Universidad a todo color.

Pero ya está bien de tanta anécdota que, sin duda, no os interesa ni lo más mínimo.

Pues, curiosamente, me topé con el padre Arrupe años después, trabajando para mi libro, investigando sobre la Guerra del Pacífico del s. XX. Entre otros muchos libros que no pude comprarme entonces (problemas de presupuesto que aún mantengo), allí estaba esta obra. Pero llegó el momento de que Amazon España abriera sus puertas. Sí, en el mismo día de la inauguración esta obra fue mi primera compra.

De su lectura podemos extraer la síntesis propia de un jesuita que ha convivido a pie de calle con los propios japoneses durante 12 años, y no como esos “viajeros de libro”. Periodo de tiempo que se enmarca en la época de antes, durante y después de la II Guerra Mundial, siendo testigo de los efectos de la Bomba atómica.

Las primeras páginas las dedica a las razones que le impulsaron a escribir este libro sobre un país tan interesante como desconocido, a fin de cuentas, en Occidente, al que viajó por su labor de misionero.

Cuando regresó a España, sintió que estaba fuera de lugar, se había “orientalizado” y hasta podía llegar a sentirse extranjero en un país en el que las marcas de la guerra civil seguían bien visibles.

Organizó una serie de conferencias para dar a conocer en nuestro territorio (luego también en Sudamérica) al pueblo japonés, con el ánimo de que arrimáramos el hombro (tal y como hicimos con el tsunami que asoló Honshu en Marzo de 2011); pero también de que dejáramos de lado los prejuicios de la distancia, el racismo y la guerra. Lo malo es que, en un principio, solo acudían miembros de la Compañía, clérigos y personas interesadas en la labor de misionero y nadie más. El padre Arrupe no buscaba fama o celebridad (ya era muy reconocido a varios niveles), sino que quería llegar a todos y mostrarles el pueblo fantástico que había conocido y sus necesidades. No tuvo más remedio que añadir un título más sugerente a sus conferencias (la palabra “atómica”) y los auditorios se llenaron hasta el borde mismo del peligro para la integridad física de los oyentes, superándose el aforo con personas que se colgaban de columnas y palcos. Era abrumador para Arrupe. Se sentía contento cuando, al finalizar la plática, se le acercaba mucha gente a la que le había cambiado su visión a mejor sobre el lejano Imperio del Sol Naciente, descubriendo una cultura, Historia y valores tan sugestivos; pero toda moneda tiene su reverso y también se veía asaltado por aquellos que, con morbosidad en los labios y egoísmo en la mente, solo querían saber detalles del sufrimiento de los ciudadanos de Hiroshima.

Tras tal presentación arranca verdaderamente el libro con una reseña cultural sobre los tres pilares fundamentales que cimientan los valores del pueblo nipón. Por un lado, el shintoismo, con su amor por la naturaleza y el espíritu; es lo que viene a denominar Arrupe como el lado positivo o la luz. Por otro lado, está el budismo, que absorbe puntos de la religión antigua, pero dotándole más fuerza al concepto de muerte. Para finalizar, está el confucionismo, con su rectitud y lógica. Esos tres puntos base son los que crean el Código del Bushido donde el respeto y la lealtad hacia la verdad y la justicia dan sentido al hacer del japonés.

Justo después nos deleita con el primer encuentro entre un occidental y Japón. Lo hace de una manera muy graciosa y con detalles bien gráficos. Nos presenta en una casa, con nuestra guisa y lo primero con lo que nos topamos es con la obligación de quitarnos los zapatos. Luego nos invitan a algo, pero tratamos de encontrar en algún sitio una silla, pero no hay; a sentarse en el suelo, con rodillas que nos crujirán y con miembros con los que perderemos contacto y sensibilidad, mientras se nos queda la mitad de la comida entre el plato y nuestra boca al desprenderse de los palillos.

Al padre le desconcertó que le comentaran que la Misión del Japón era la más difícil y compleja del mundo. Él tenía 30 años y le resultaba extraño porque no era un país que identificamos tradicionalmente con las misiones ya que era (y es) moderno, industrializado, con un lugar entre las potencias, con una sociedad altamente culturizada con educación superior, además de una rica cultura y filosofía propias. No lo entendía al principio, pero pronto se dio cuenta de lo que era la voluntad oriental de los japoneses, que con su código del Bushido y su férrea esperanza en el Emperador, descendiente directo de la diosa Ama-terasu, no veían la necesidad de una religión occidental. Todo lo que les podía aportar Cristo, ellos ya lo tenían; aunque se topó también con la sorpresa de que, a pesar del aislacionismo del Japón desde el s. XVI y la persecución interna, aún había católicos que mantenían en el seno familiar la religión desde que viniera San Francisco Javier. Asimismo nos explica el por qué (lógico) del fin del contacto con el exterior del archipiélago hasta que el comodoro Perry se plantó en la Bahía de Edo.

Las razones de la guerra que lanzó Japón son de sobra conocidas: superpoblación y pobreza de materias primas. Así, las que impulsaron a los japoneses a aquella locura bélica eran las mismas por las que costaba tanto introducir el catolicismo en aquellas tierras. El convencimiento en la victoria final bajo el mando de Su Augusta Majestad el Emperador era absoluto e incuestionable. Se pararían los tanques “aunque fuera con los dientes.”

Hiroshima era una ciudad populosa y era el segundo Cuartel General del Ejército Imperial, aunque para los intereses militares solo importaba su puerto para embarcar material bélico y soldados. No había fábricas ni nada por el estilo, tan solo miles de casas de madera, paja y papel de arroz donde vivían decenas de miles de personas inocentes.

Aunque partes de la ciudad habían sido derribadas para facilitar una posible evacuación, ampliando calles y creando vías de huída, casi nadie creía que Hiroshima fuera a ser bombardeada (solo una vez cayó una bomba en el centro y fue por accidente, no llegando a causar daño alguno). Carecía de interés por los motivos ya expuestos y la vida era normal salvo por el hecho del racionamiento y de que todo objeto metálico era incautado por las Autoridades para destinarlo al esfuerzo bélico: desde las estatuas de bronce de los templos hasta las anillas de los mosquiteros.

El único fantasma de la invasión lo representaban los cientos de B-29 que sobrevolaban los cielos de Hiroshima para vomitar muerte sobre otras ciudades, pero también tenían al “Correo americano”, que era un bombardero estratégico del tipo ya mentado, que todos los días observaba la ciudad desde las alturas a las 0530 horas, para luego desparecer. Se hizo tan habitual la presencia de este explorador que hasta el padre Arrupe lo “usaba” como alarma para iniciar la primera misa del día. Sí, hasta que aquel “Correo” vino acompañado del Enola Gay, que apareció varios minutos después.

Lo recuerda todo muy bien. Aquel fogonazo “de magnesio” y, de repente, puertas y cristales saltaron hechos añicos. Él y sus camaradas vivían en el Noviciado de Nagutsaka, a 6 kilómetros del centro de la ciudad. No sabía qué había pasado, nadie sabía qué era lo que había caído (“Pika-don”, como aún se la denomina en Hiroshima). Los jesuitas creían que, a la fuerza, debía haber caído una bomba en el patio, pero allí no había cráter alguno, ni en los alrededores. Entonces vieron la enorme bola de fuego en que se había convertido la ciudad de madera, paja y papel por una bomba que explosionó a cientos de metros de altura. Pronto comenzaron a contemplar el paso de la gente que trataba de huir del infierno.

Entre los restos del Noviciado montaron los padres un hospital en el que pudieron atender a ciento cincuenta personas (de las doscientas mil que necesitaban ayuda), de las que solo falleció un niño, pudiendo salvarse los demás gracias a la entrega de estos hombres que buscaron de donde fuera alimentos y medicinas.

Había tres tipos de heridas que curar: desgarrones causados en músculos y fracturas por la caída de los edificios; heridas por vidrios incrustados; y graves quemaduras. De estas últimas había extraños casos que daban más confusión a lo que se vivía:

“Al preguntarle a uno:

-Usted, ¿cómo se ha quemado?

Recuerdo que me contestó:

-Yo no me he quemado, Padre.

-Entonces, ¿qué le ha pasado?

-No lo sé. He visto una luz, una explosión terrible y no me ha sucedido nada; pero al cabo de media hora he sentido que se me iban formando en la piel unas ampollitas superficiales y al caso de cuatro o cinco, era ya una quemadura que un día después empezó a supurar. Y esto sin fuego…”

Sobre el cuidado de los heridos creo necesario destacar lo siguiente:

“Sufrimientos espantosos, dolores terribles que hacían retorcerse a los cuerpos como serpientes y, sin embargo, no se oía un solo quejido: todos sufrían en silencio. Nadie gritaba ni lloraba. En esto es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales: en el control absoluto del dolor y el estoicismo, tanto más admirable cuanto más espantosa es la hecatombe.”

Así es como no nos debía sorprender la reacción de este pueblo ante el Tsunami de Marzo de 2011.

Al final consiguen entrar en la ciudad en ruina, cuyos fuegos se habían apagado por una lluvia torrencial.

“Pero mucho más terrible era la visión trágica de aquellos miles de personas heridas, quemadas, pidiendo socorro. Coma aquel niño con quien me tropecé que tenía un cristal clavado en la pupila del ojo izquierdo, o aquél otro que tenía clavada en los intercostales, como si fuese un puñal, una gruesa astilla de madera.

Sollozando gritaba:

¡Padre, sálveme que no puedo más!”

De los 260 médicos que había en Hiroshima aquella mañana de Agosto de 1945, doscientos murieron en el acto y los restantes resultaron gravemente heridos, por lo que la situación se volvió precaria a más no poder en una zona desolada, en la que mucha gente permanecía bajo los escombros de sus casas, gritando ayuda que tardaba en llegar. No faltaron los casos en los que fallecían justo cuando se les rescataba, lo cual hundía más el ánimo. No pocos trataban de huir de la ciudad, incluso a nado por el río y perecían ahogados. Pronto su curso se plagó de cadáveres.

Al día siguiente comenzó a llegar ayuda externa con la noticia de que lo que había caído en Hiroshima fue la bomba atómica. “Pero, ¿qué es la bomba atómica? –La bomba atómica es… La bomba atómica.” No había más respuesta. Nadie sabía qué era y mucho menos sus efectos.

Los jesuitas volvieron a Nagatsuka a encargarse de sus pacientes, con casos como el de un niño que tuvieron que operarle en una colina, fuera del edificio, por sus gritos de dolor; o el de un hombre que no emitía gruñido o gemido alguno mientras “trabajaban” sobre él en la mesa de quirófano (que antes era un escritorio), pero que luego la pagaba con su mujer. Ella respondía como una “esposa de samurai”. Lo primero atenazaba el corazón y lo segundo indignaba a los occidentales por que la chica no tenía por qué sufrir aquello.

Cayó la segunda bomba y vino la rendición incondicional y la palabra del Emperador era incuestionable. Los americanos, cuando comenzaron la ocupación, esperaban actos violentos, como los que se acostumbraron a ver durante la guerra por parte de los civiles, pero estos se limitaron a ser japoneses, inclinándose y sonriendo. Pronto los ocupantes dejaron atrás la desconfianza y se dio el proceso de estancia de tropas menos traumática en territorio vencido de la II Guerra mundial.

Pero aún tenía que caer la tercera bomba atómica, no física, sino moral: la declaración de no divinidad del Emperador. No era un dios viviente y los cimientos espirituales de los japoneses se tambalearon y comenzaron a buscar una respuesta a tal vacío. El padre Arrupe las enumera en hedonismo (el cual choca con la concepción de sacrificio del nipón), el comunismo (que tampoco enraíza por su forma violenta de propagación, sobre todo al ser una doctrina contraria a la ideología del vencedor), protestantismo cristiano (que tampoco porque no cubre la necesidad espiritual en toda su dimensión) y el catolicismo (el cual defiende como única vía, como es lógico).

Los años que siguen a 1945 son de apertura religiosa y ya a los misioneros no se les trata como espías, y las Autoridades imperiales reconocen la labor de estos y el valor de las enseñanzas de San Francisco Javier, que consideran como intrínsecas en el alma cultural del Japón.

Las últimas páginas las dedica el autor a las necesidades de la Iglesia católica del Japón, con algo de proselitismo, así como al mensaje del hermano del Emperador y la contestación del Papa Pío XII en 1949. Por último, añade parte de la alocución de Hiro Hito en 1945 en la que anima a sus súbditos a dejar atrás la senda de la guerra y tomar la de la paz.

Escrito este pequeño libro meses después del fin de la ocupación del Japón (1952), y aunque no os pueda ir el tema católico, no deja de ser un excepcional testimonio de primera mano de un superviviente español de la bomba de Hiroshima que debe tener más difusión y trascendencia.

Lengua: CASTELLANO
ISBN: 978-84-271-3147-7
Año de edición: 2010
Editorial: MENSAJERO. Colección Testimonios.
Plaza edición: Bilbao

6 comentarios en “Yo viví la bomba atómica, Pedro Arrupe

  1. Curiosamente, Javier, cuando leía tu interesanate reseña, he sabido que ha salido una novedad al mercado de una publicación que nos habla de la bomba nuclear lanzada en Hiroshima, pero desde la perspectiva de los testimonios de «los olvidados del 3 de agosto de 1945», sí, personas que la vivieron en sus propias carnes.
    La obra se titula: Cuadernos de Hiroshima. La editorial es Editorial Anagrama y su autor Oé, Kenzaburo.
    Creo que la publicación tiene que ser impresionante…

    Un saludo.

  2. Hasta que lei Juan Pablo II, Hombre y Papa de Pedro Miguel Lamet me enteré del caso del Padre Arrupe, lo bueno es que en estos casos el que tiene la última palabra es Dios y el justo. Es acaso el Padre Arrupe el del testimonio que no les sucedió nada durante la explosión de la bomba pues ellos rezaban el rosario todas las tardes????????? Gracias por la sinopsis

  3. Hola.
    Estoy buscando este libro: Yo vivi la bomba atomica, del Padre Arrupe.
    Por favor, alguien me dide cómo encomtrarlo?
    Gracias-

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