El fuego, diario de un pelotón. Henri Barbusse

Es indudable que el libro Tempestades de Acero es un verdadero clásico en cuanto a testimonio de la Primera Guerra Mundial. Describe la guerra de las trincheras en el Frente Occidental desde el punto de vista de un oficial alemán.

El libro del que trata el libro de la reseña es en cambio un relato que muestra el punto de vista del otro lado, el lado francés.

Lo interesante son las diferencias básicas y fundamentales que presentan estos dos escritores, Ernst Jünger es un soldado, si a los 18 años se hizo legionario, a los 19 se alistó, con entusiasmo en el Ejército Alemán. Su libro “Tempestades de Acero” muestra su fuerte nacionalismo y su glorificación de la guerra como experiencia humana.

Por contraste, Henri Barbusse, el autor de “El fuego”, es un socialista, un hombre de izquierda, enemigo acérrimo del militarismo. Al comenzar la guerra se alistó como simple soldado con más de  40 años, a pesar de su aversión al conflicto, porque pensaba que luchaba en “una guerra que pondría fin a todas las guerras”, una especie de sacrificio necesario.

Después de 18 meses de acción, con los pulmones dañados, disentería y agotamiento extremo, deja el servicio del frente. Sus experiencias y las de sus compañeros los condensa en su libro “El fuego, diario de un pelotón”, publicado en plena guerra, ganó el Premio Goncourt (galardón no menor, puesto que fue ganado también por escritores de la talla de Proust, Malraux y de Beauvoir).

El libro está muy bien escrito y es ameno, aunque angustiante, en sus 24 capítulos desfila ante nosotros la vida de un pelotón de infantería, la lucha feroz de las trincheras, los bombardeos que pulverizan los cuerpos y devastan  las almas, las conversaciones en los momentos de calma cuando vuelven, por un tiempo, a ser humanos. Un corto descanso en retaguardia, muestra la otra cara de la guerra, la de los soldados de coloridos uniformes que pelean la guerra en los cafés de la ciudad.

Los compañeros van cayendo, uno a uno, o varios a la vez, heridos, muertos, desaparecidos, tragados por el barro de las trincheras, convertidos muchas veces en un espantoso elemento del paisaje. Las condiciones son infrahumanas, pero los soldados luchan valientemente, a pesar de todo, con un heroísmo grave, silencioso, humilde, pero no menos grande.

Las descripciones son realmente impactantes:

Muy cerca de mí, Farfadet, con la cara llena de sangre, se yergue y me empuja, se echa sobre Volpatte, que está a mi lado y se coge de él; Volpatte se dobla, y, continuando su impulso, lo arrastra algunos pasos con él, después lo sacude y se desembaraza , sin mirarlo, sin saber quien es, diciéndole, con voz entrecortada, casi asfixiada por el esfuerzo. –¡Déjame!  ¡Déjame!   Ahora te recogerán. No te preocupes. El otro cae, y su rostro, cubierto con una máscara de bermellón, de la que toda expresión ha desaparecido, se vuelve a uno y otro lado mientras que Volpatte, ya lejos, repite maquinalmente, entre dientes: “No te preocupes”, con la vista fija adelante, en la línea.


El libro es realmente fuerte, llama la atención que se haya publicado, sin ningún tipo de restricción, en plena guerra, no hay gloria en sus páginas sino una doliente humanidad, de un resignado sufrimiento:

–Estoy gangrenado, aplastado, hecho pedazos por dentro –salmodiaba una herido que, con la cabeza en las manos, hablaba entre los dedos. – Sin embargo, hasta la semana última, yo era joven y estaba sano. Me han cambiado. Ahora sólo me queda un cuerpo viejo y sucio que arrastrar.

Leyendo, no se puede evitar el sentirse aplastado, apabullado, devastado por el infierno de las trincheras:

Un ruido diabólico nos rodea. Se tiene la impresión inaudita de un crecimiento continuo, de una multiplicación incesante del furor universal. Una tempestad de sonidos roncos y sordos, de clamores furibundos, de gritos penetrantes de fieras, se encarniza sobre la tierra cubierta por completo de jirones de humo, y en la que estamos enterrados hasta el cuello, y a la que la vibración de los obuses hace moverse y tanguear.

He puesto en esta reseña, que tal vez no es tal, estos párrafos escogidos, para que el libro hable por si mismo, es más que recomendable, indispensable para adquirir un conocimiento razonable de lo que significó la guerra en las trincheras del Frente Occidental.

Mi edición es de 1935, traducida especialmente para Ediciones Ercilla, Santiago de Chile.

19 comentarios en “El fuego, diario de un pelotón. Henri Barbusse

  1. Como un suplemento a la reseña, algo que recuerdo que asocié cuando vi la película «Rescatando al soldado Ryan», con esa guerra tan norteamericana (si hay algún admirador del guionista, que me disculpe). Aparece en «El fuego», un apellido, Mesnil, seis hermanos, seis soldados, cuatro muertos, uno desaparecido y un sexto que se comporta como un alma en pena, esperanzado en que aparezca el quinto, pero que es compadecido por sus compañeros, que presienten tal vez, que no tardará en ir a reunirse con sus hermanos. No hay cartas al presidente, no hay general ni capitán ni soldado alguno que haga el menor esfuerzo por rescatarlo. Nadie aparte de sus compañeros cercanos saben o les importa, algo por lo menos, si mañana estará vivo o muerto, solo existe la misma vaga esperanza que tienen todos: «–Aún saldremos de esta. ¡Y quién sabe! Tal vez mañana nos salvemos también. ¡Quién sabe!».
    Que manera tan distinta de mostrar la guerra…

  2. Hola Ulises,

    Lo primero agradecerte esta reseña que al igual que las anteriores, nos presentas títulos que son verdaderas joyas, editados hace muchos años y que son necesarios mostrar y rescatar.
    Sobre el libro en cuestión, poco puedo añadir pues ni sabía de su existencia. Veo que es una estampa cruda de la guerra en las trincheras, al estilo de los reseñados anteriormente sobre esta contienda, sin ningún tipo de condimento ni aditivo para adornarlo, para hacr la guerra más «comercial» o «romántica». Quizás por eso estos libros son tan difíciles que los vuelvan a editar, no se, un libro que muestra la guerra tal cual es, cruda y voraz, igual no llega tanto al público como una «buena» historia basada en la cruzada aliada en Normandía, por poner un ejemplo de algo que vende mucho y es muy comercial. Ayer mismo, un compañero de este blog comentaba que estaba harto de que solo editen libros basados siempre en las mismas batallas pero escritos por distintos autores. Es cierto totalmente, es necesario ampliar el campo y sacar del baul libros como estos.

    Sobre «Salvad al soldado Ryan» mejor dejarlo, a mí lo que más me molestó es cuando en la batalla final Tom Hanks mete la Thomson por la mirilla del conductor del Tiger, en fin, sin palabras…….., eso por no mencionar que en esas fechas, días después del desembarco, no había ni un solo Tiger en cualquier de los frentes normandos.
    Saludos.

  3. Lo bueno de este blog es que se disponde de toda la información sobre novedades pero al mismo tiempo publicais artículos de libros como este, descatalogados pero necesarios. Por favor, no dejéis de hacerlo. Muchas gracias.

  4. Me gusta sobremanera tu reseña del libro de Barbusse. Yo tengo una edición mas moderna que salió en los años 60 en una colección que publicaba Salvat con los premios Nobel y los Goncourt, esta colección es de tapa dura y papel cebolla y el libro publicaba un libro de premiados con el Goncourt, cada tomo de la colección tiene unos diez autores ganadores consecutivamente del premio Goncourt y en el caso de Barbusse el libro que publicaban era «El fuego» junto a una nota introductoria con la biografía del autor. Este sería un buen libro a editar por Inédita aunque el libro que yo preferiría ver editado serían las «memorias» de Marbot sobre sus andanzas en las guerras napoleónicas.

  5. Vicent lo dice, su edición más moderna ya va a cumplir 50 años. En cuanto a Marbot, si que lo encuentro dificil, puesto que son tres contundentes tomos, las memorias de ese General.
    Lo el libro de Barbusse, se me ocurre que se podría transcribir aquí algunos párrafos interesantes, como por ejemplo lo que vió el aviador, sin vulnerar los derechos de nadie.

  6. Huy huy!!, ya vuelve Ulises a las andadas, a enseñarnos libros imposibles de conseguir, brrghg#~@!!!!

    Deseoso estoy de leer esos fragmentos.
    Gracias compañero.

  7. Tornado si te van los buenos libros de la 1ª guerra mundial ahí van tres.

    Robert Graves, «Adiós a todo eso». El Aleph editores.
    Alexander Soljenitschin, «Agosto 1914». Editorial Styria.
    Sigfried Sasoon, «Memorias de un oficial de infanteria. Editorial Turner.

    Los tres son libros que se pueden comprar en la casa del libro y son testimonios al estilo de Jünger de soldados de primera linea de trincheras.

  8. Capítulo XVII, La zapa (fragmento)

    –Se desea un hombre de buena voluntad para ayudar a los zapadores a hacer un trabajo –dijo el ayudante.
    –¡A otro perro!… –dijeron los hombres, sin moverse.
    –Es algo útil para amparar a los camaradas –vuelve a decir el ayudante.
    Entonces cesan los gruñidos y algunas cabezas se levantan.
    –¡Presente! –dice Lamuse.
    –Ponte el equipo y vente conmigo.
    Lamuse cierra su saco, enrolla su manta, arregla sus bártulos.
    Se ha hecho, desde que su crisis de amor desgraciado se ha calmado, más sombrío, y aunque continúe engordando por una especie de fatalidad, se absorbe, se aísla y no habla nada.
    Por la noche, algo se acerca por la trinchera, subiendo o bajando según las jorobas o los agujeros del fondo; una forma que parece nadar en la sombra y tender a veces sus brazos como en una apelación de socorro.
    Es Lamuse. Se reúne con nosotros. Está lleno de tierra y de barro. Tembloroso, inundado de sudor, parece tener miedo. Sus labios se mueven y mascullan: “Miente, miente”. Y antes de poder decir una palabra que tenga forma racional…
    –¿Y bien, qué? –le preguntamos en vano.
    Se desploma en un rincón entre nosotros y se tiende. Le ofrecemos vino. Lo rehúsa con un gesto. Después se vuelve hacia mí, y un ademán de su cabeza me llama. Cuando estoy junto a él, me dice muy bajo, como en una iglesia:
    –He vuelto a ver a Eudoxia.
    Intenta regularizar su respiración; su pecho silba y continúa, con las pupilas fijas, en una pesadilla;
    –Estaba podrida.
    –Era en el sitio que habíamos perdido –prosigue Lamuse—y que los coloniales reconquistaron a la bayoneta hace diez días.
    “Se cavó primero el agujero para la zapa. Yo trabajaba en ello. Como iba más de prisa que los otros, me vi pronto delante. Los otros ensanchaban y consolidaban detrás. Pero he aquí que encuentro restos de postes; había caído en una antigua trinchera abandonada y llena. Medio rellena; había en ella algunos huecos. En medio de los pedazos de madera entremezclados y que iba separando uno a uno ante mí, había algo como un gran saco de tierra en lo alto, rígido, con una cosa que pendía encima.
    –Una viga que cede y ese condenado saco que me va a caer encima –pensé–. Yo estaba abrumado por el peso y un olor a cadáver que me daba náuseas… Encima de aquel paquete había una cabeza y sus cabellos eran lo que pendían.
    ¿Comprendes? No se veía apenas. Pero reconocí los cabellos como los cuales no hay otros en la tierra; después, el resto de rostro destrozado y enmohecido. El cuello blancuzco; en total, muerta desde lo menos un mes. Era Eudoxia.
    Sí, era aquella mujer a la que antes no pude acercarme nunca, a la que veía de lejos sin poder jamás tocarla como a los diamantes. Corría de aquí para allá, bien lo sabes. Andaba entre las líneas. Un día ha debido recibir una bala y quedó allá, muerta y perdida, hasta el azar de esta zapa.
    Fíjate en la posición. Me veía obligado a sostenerla con un brazo y a trabajar con el otro. Ella tendía a caer sobre mí con todo su peso. Quería abrazarme, yo no quería, era horroroso. Parecía decirme: “Tú querías abrazarme; pues ven, ven… Tenía sobre el…, tenía aquí, prendido, un resto de ramo de flores, que estaba podrido también, y a mi nariz este ramillete le hacía el efecto del cadáver de una bestezuela.
    Fue preciso cogerla en mis brazos, con los dos, y darla vuelta con suavidad para hacerla caer del otro lado. Era tan estrecho el lugar que, al volverme un momento, tuve que apretarla contra mi pecho, sin querer, con todas mis fuerzas, amigo mío, como la hubiera apretado en otro tiempo, si ella hubiese querido.
    Pasé media hora en limpiarme de su contacto y de su olor, que ella me enviaba a pesar suyo y mío. ¡Gracias a que estoy cansado como una pobre bestia de carga!”
    Se vuelve sobre el vientre, cierra sus puños y se duerme con el rostro en la tierra, y su sueño de amor y podredumbre.

  9. Atravesamos nuestras alambradas por los pasos. No tiran aún sobre nosotros. Algunos dan pasos en falso y caen y se levantan. Nos rehacemos al otro lado de la red, y comenzamos a bajar algo más de prisa; se ha producido una aceleración instintiva en el movimiento. Algunas balas llegan entre nosotros. Bertrand nos grita que economicemos nuestras granadas y esperemos al último momento.
    Pero el sonido de su voz se pierde; bruscamente, ante nosotros, en toda la anchura de la bajada, sombrías llamas se alzan, hiriendo el aire con detonaciones espantosas. En línea, de izquierda a derecha, cohetes salen del cielo y explosivos de la tierra. Es una espantosa cortina que nos separa del mundo, que nos separa del pasado y del porvenir. Nos detenemos, fijos al suelo, estupefactos por la nube repentina que truena por todas partes; después, un esfuerzo simultáneo levanta nuestra masa y la lanza adelante, muy de prisa. Se tropieza, y nos agarramos unos a otros, en medio de ciclones de tierra pulverizada, hacia el fondo donde nos precipitamos confusamente, abrirse cráteres, aquí y allá, al lado unos de otros, unos dentro de otros. Después ya no se sabe donde caen las descargas. Las ráfagas se desencadenan tan monstruosamente resonantes, que se siente uno aniquilado por el ruido de esos chaparrones de truenos, de esas grandes estrellas de explosivos que se forman en el aire. Se ven, se sienten pasar al lado de las cabezas cascos con su chirrido de hierro al rojo metido en el agua. De pronto, dejo caer mi fusil, de tal modo el vapor de una explosión me ha quemado las manos. Lo recojo vacilando, y vuelvo a correr con la cabeza baja, en la tempestad de luminarias leonadas, en la lluvia aplastante de las lavas, asaltado por chorros de polvo y de sudor. Las estridencias de los estallidos que pasan hacen daño al oído, hieren en la nuca, atraviesan las sienes y no se puede retener un grito. Se revuelve el estómago, por el olor azufrado. Los soplos de muerte nos empujan, nos levantan, nos llevan. Saltamos; no sabemos adónde vamos. Los ojos se cierran, ciegan, lloran. Ante nosotros, la vista se ve obstruida por una avalancha fulgurante que lo ocupa todo.
    Es la barrera de tiro de contención. Es preciso pasar por este torbellino de llamas y de esas horribles nubes verticales. Pasamos. Hemos pasado, al azar; he visto, aquí y allá, varias formas vacilar, levantarse, caer, iluminadas por un brusco reflejo de más allá. He entrevisto caras extrañas que daban gritos, a las que veía sin oírlas en el caos del estrépito. Un brasero, con inmensas y furiosas masas rojas y negras, caía alrededor de mí, cavando la tierra, escamotándola de mis pies, echándome de lado como un juguete. Recuerdo haber pasado por encima de un cadáver que se quemaba, negro, con una capa de sangre roja que le cubría, y recuerdo también que los faldones del capote que estaba junto a mí se habían quemado y dejaban un rastro de humo. A nuestra derecha, todo a lo largo del ramal 97, atraía la mirada y la cautivaba una fila de iluminaciones horribles, apretadas unas contra otras como hombres.
    –¡Adelante!
    Ahora casi corremos. Se ven algunos que caen de pronto, con la cara hacia adelante, otros que se desploman humildemente, como si se sentaran en el suelo. Se hacen bruscos rodeos para evitar los muertos estirados, rígidos o crispados o bien, cepos más peligrosos, los heridos que se debaten y que aprisionan.
    ¡El ramal internacional!
    Ya estamos. Los alambres han sido desenterrados con sus largas raíces a tornillo, echados a otra parte y enrollados, barridos, hechos pedazos por el cañón. Entre esas malezas de hierro, húmedas por la lluvia, la tierra está abierta, libre.
    El ramal no está defendido. Los alemanes lo han abandonado, o bien ha pasado ya una ola de asaltantes… El interior está erizado de fusiles, puestos a lo largo del talud. En el fondo, cadáveres desparramados. De los restos del largo foso emergen manos, tendidas fuera de las mangas grises, con adornos rojos, y piernas calzadas. A trechos, el talud está derribado; la madera, astillada; todo el flanco de la trinchera, desventrado, sumergido en una mezcolanza indescriptible. En otros lugares abren su boca pozos redondos. He guardado, sobre todo, de ese momento la visión de una trinchera, curiosamente destrozada, cubierta de pingajos multicolores; para confeccionar sus sacos de tierra, los alemanes se habían servido de paños, de lanas, de algodones de dibujos varios, cogidos en cualquier almacén de tejidos para mobiliario. Toda aquella confusión de retales de colores, rotos, deshilachados, pende inerte, floja y danza ante los ojos.
    Nos esparcimos por el ramal. El teniente, que ha saltado al otro lado, se inclina sobre nosotros y nos llama, gritando y gesticulando:
    –¡No se queden ahí! ¡Adelante! ¡Siempre adelante!
    Escalamos el talud del ramal, valiéndonos de los sacos, de las armas, de los cuerpos que se amontonan. En el fondo de la quebrada, el suelo está trabajado por los disparos, llenos de restos, hormigueante de cuerpos acostados. Los unos tienen la inmovilidad de las cosas; los otros están agitados por estremecimientos dulces o convulsivos. El tiro de contención continúa acumulando sus infernales descargas detrás de nosotros, en el lugar que ya hemos franqueado. Pero en donde estamos, al pie de la colina, es un puente muerto para la artillería.
    ¡Vaga y breve calma. Cesamos por un momento de hallarnos sordos. Nos miramos. Tenemos fiebre en los ojos y sangre en los pómulos. Las respiraciones son roncas y los corazones laten en los pechos.
    Nos reconocemos, confusamente, de prisa, como si en una pesadilla nos encontráramos un día frente a frente, en el fondo de las riberas de la muerte.

    Capítulo XX, El fuego (fragmento).

  10. Madre mía, que episodio, da miedo solo leerlo. No me gustaría estar en el pellejo de cualquier soldado de infantería de cualquier bando, me da lo mismo. Esa manera tan absurda de atacar, de morir, de salir de la trinchera sabiendo que lo más probable es caer muerto, y si consigues salir vivo que terror!! , todo al rededor es mugre, barro y muerte.

  11. Desde luego este pasaje pone los pelos de punta. Qué diferencia en tan solo 20 años, no?; de una guerra totalmente estática como la 1º G.M. a la guerra de las grandes maniobras de emboslamiento, de la guerra de movilidad como fue la 2ºG.M.

  12. He visto muchas películas de guerra, de toda clase, buenas, muy buenas, malas y pésimas, algunas sobre todo pésimas. Pero he tratatado de imaginar como sería una buena película basada en este libro y creo que es imposible hacerla, cualquier cosa que se haga no podrá reflejar ese ambiente, ni superar esas descripciones, ni de lejos.
    Dicen que una imagen vale por mil palabras, puede que en la mayoría de los casos eso sea cierto, pero estoy seguro de que ninguna imagen puede representar el sentimiento con que este libro fue escrito:

    «En este cielo vertiginoso de fango no hay cuerpos. Pero allí, peor que un cuerpo, un brazo, solo, desnudo y pálido como la piedra, sale de un agujero que se dibuja confusamente en la pared a través del agua. El hombre ha sido enterrado en su abrigo y no ha tenido tiempo de hacer salir más que su brazo.
    Desde muy cerca se ve que amasijos de tierra alineados sobre los restos de los taludes de este abismo estrangulador, son seres. ¿Están muertos? ¿Duermen? No se sabe. En todo caso reposan.
    ¿Son alemanes o franceses? No se sabe.
    Uno de ellos ha abierto los ojos y nos mira balanceando la cabeza. Le preguntamos:
    –¿Francés?
    Después:
    –¿Alemán?
    No responde, cierra los ojos y vuelve al aletargamiento.
    Nunca supimos lo que era.»

    Capítulo XXIV, El alba (fragmento).

  13. Indescriptibles episodios. Muy dificil de plasmar esa realidad en una producción cinematográfica, sobre todo crear esa atmósfera pienso. Este último pasaje, increible, el hombre pensaría, …y para que voy a vivir, para ver esto? y decidió quedarse en paz donde estaba, 4 frases resumen la locura de las trincheras:

    Uno de ellos ha abierto los ojos y nos mira balanceando la cabeza. Le preguntamos:
    –¿Francés?
    Después:
    –¿Alemán?
    No responde, cierra los ojos y vuelve al aletargamiento.

  14. Hola:
    Tal vez el libro no sea de los que se reeditan, las preferencias de la gente cambia y es posible que (hablo del público en general) solo gusten los libros con heroicos soldados o famosos generales, grandes batallas y héroes condecorados. «El fuego» no muestra héroes en ese sentido, nadie sobresale por encima de los demás, no hay batallas. Los soldados se mueven a las órdenes de los cabos y sargentos, un subteniente quizás, y son seres anónimos, comunes, no hay nadie con el que uno pueda sentirse identificado. Porque estaremos de acuerdo con que Jünger no es un ser común, por el contrario, es el tipo de oficial al que uno seguiría, lo mismo Rudel o Skortzeny. Si otro tipo de personaje, como Porta o Hermanito, concordarán también en que no son comunes, son bastante especiales.
    Los personajes de «El fuego» son comunes y corrientes, son de barro, y por eso tal vez son más humanos y su protagonismo consiste simplemente en morir.
    Siendo lector de Sven Hassel, recuerdo (y ustedes seguramente también), la cantidad de licor que bebía la Compañía cuando tenían que sepultar cadáveres, y para poder hacerlo los despersonalizaban, simplemente sepultaban cuerpos.
    Por eso considero que lo que hace Lamuse es de una heroicidad y espíritu de sacrificio casi sublime, al extraer el cuerpo descompuesto de la mujer que amaba a la distancia.
    No me entiendan mal, me gusta Sven Hassel y admiro a Skortzeny, a Hartmann y a Rudel; grandes conductores de hombres son también Guderian y Rommel; alguna vez nombré a Clostermann y me impresionó el relato de John Masters, pero cuando vuelvo a leer «El fuego» quedo, como la primera vez que lo hice, con un sentimiento profundo que no puedo describir.
    Podría tratar de explicarlo, por ejemplo, diciendo que el relato de un cuerpo a cuerpo narrado por Hassel es espantoso por lo aterrador, inyecta adrenalina leerlo; el relato que hace Barbusse de un asalto es en cambio aterrador porque conmueve, deja una sensación de angustia, es algo más profundo, no se si me entienden.

  15. Eso es Ulises, angustia es la palabra. Angustia es lo que sentí al leer las frases del hombre que cierra los ojos y prefiere quedarse al otro lado y no intentar luchar por vivir en ese mundo de terror. Esa sensación como bien dices no es algo que atraiga al público general, al que prefiere una gran cruzada en Europa con bravos e inmaculados soldados desembarcando en las playas para salvar a la humanidad.

  16. Estos días he estado recorriendo campos de batalla de la PGM, Ypres y Pasendaele, y leyendo el libro de Barbusse en los sitios donde iba parando y debo de decir que cada vez me interesaba mas el libro que lo que estaba viendo en Zillebekke o ‘t Hooge.
    El libro es como una trama en crescendo con un pelotón de soldados que van viviendo los rigores del frente y de la retaguardia; esta parte ocupa la mayor extensión del libro y es al final en los capítulos titulados «el fuego», «de servicio» o «al alba» cuando describe la guerra de trincheras de una manera que ningún comentario externo a la obra puede hacer. Es mejor leer el libro o traer aquí fragmentos de la misma para que los compañeros del foro se hagan una idea de lo que fue aquello:
    – Dos ejércitos enzarzados no son más que un único ejército que se suicida.
    – Y, sin embargo, olvidé también mis sufrimientos de la guerra. Somos máquinas de olvidar. Los hombres son seres que piensan un poco y que, por encima de todo, olvidan. Eso es lo que somos.
    – El alba es tan sucia que se diría que el día ya ha nacido muerto.

    Los textos acerca de la descripción de los cadáveres o de las escenas de batalla son, simplemente, excepcionales, y mezclan la imagen con la emoción del que estuvo allí y no es algo que le contaron. Fue así de cruel.

    La edición que yo he manejado es la de Montesinos editada en el 2009 y que aún se puede encontrar en librerías. Tan solo le pondría un pero: no tiene índice ni ninguna información acerca del autor o del libro. Tan solo algunas notas a pie de páginas muy básicas.

  17. Henri Barbusse fue censurado y hasta lo acusaron de ser pro alemán. Escribió muchos libros, cada uno obra maestra, con inmensa profundidad y amor por los pobres seres humanos. Desgraciadamente hubo una segunda Guerra Mundial, su tremendo mensaje anti militarista y humanista fue silenciado y ahora es difícil acceder a sus libros, tenemos que conformarnos con la basura con la que nos estupidizan los grandes mercados que dirigen el mundo. Invito a leer a Barbusse, meditarlo y hacer lo posible por divulgarlo, haciendo, como él propiciaba «la guerra a la guerra».

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