Las provincias de Flandes todavía fieles a la Monarquía Hispánica entraron en el siglo XVII con marcados claroscuros. La muerte de Felipe II; los graves problemas que arrastraron la hacienda real y la pérdida de Frisia en la década de 1590; la autonomía que recibieron los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia en el gobierno de los Países Bajos españoles, para disgusto del heredero, el rey Felipe III; el desarrollo incipiente de las carreras marítimas, a escala global, de Inglaterra y las provincias rebeldes neerlandesas con la fundación de las primeras compañías comerciales; las reformas militares de Mauricio de Nassau, que consiguió levantar un ejército competente y disciplinado que ya diese un susto a las armas españolas en las Dunas en 1600; o la consolidación de la guerra de asedios, en la que no existía la retaguardia, eran todos problemas reales y potenciales que deparaban un futuro poco halagüeño para la posición hispana.
En el otro fiel de la balanza estaba la firma de la paz con Inglaterra en 1604, que ponía fin a una guerra que se arrastraba desde 1585 y que, en buena parte, había propiciado la consolidación de las provincias rebeldes durante ese periodo; y la súbita aparición de un patricio genovés, Ambrosio Spínola, miembro de una de las dos familias más influyentes de la república italiana que puso su persona y su fortuna al servicio del rey en su lucha contra los rebeldes. Aunque dicho así pueda resultar un tanto caballeresco, lo cierto es que también es plausible que diese el paso para contrarrestar el inmenso poder e influencia que acaparaba la familia Doria en Génova y en Madrid, en las instancias de la Monarquía, mediante la apertura de un frente no ocupado que, a través de las armas y la fortuna personal de la familia, permitiese ganar posiciones en los entramados de poder de un imperio a escala global. Sigue leyendo